
Contradicciones: Hinchas apretujados en Vélez, mientras las ciudades se paralizan.
Por Rubén Roa
No entiendo por qué debería usar barbijo para atender a mis pacientes, si antes no lo hacía cuando circulaba la gripe estacional común. Los que realmente sirven para proteger están preparados para actuar en epidemias letales como la del Ébola, y resultan bastante incómodos. Sin embargo, he visto gente haciendo cola en los hospitales con barbijos descartables que duran dos horas, a las tres de la madrugada, a la intemperie y en medio de un frío que cala los huesos. Y cuando al final los atienden, el barbijo que llevan ha perdido la razón de ser porque expiró su vida útil. También veo las bocas y narices cubiertas de los empleados que atienden al público, pero no siempre observo que se laven las manos, lo cual alimenta un clima ambivalente de pánico y falsa seguridad. Es curioso que, hace más de 150 años, el médico Ignaz Semmelweis haya sido combatido por proponer una medida parecida: lavarse las manos antes de tocar a los pacientes. Por lo pronto, a las farmacias no les va mal. Agotaron sus stocks de barbijos, alcohol en gel y antigripales, y según datos de la Confederación Argentina de la Mediana Empresa (CAME), representan el rubro de la oferta minorista de mayor crecimiento durante junio: un 18,2 por ciento. En tiempos donde se desalienta la aglomeración de personas, sus locales suelen atestarse.
Son sólo algunas postales y contradicciones de una epidemia que avanza en un contexto explosivo de imprevisión, reacciones tardías, sistemas de salud colapsados, afán de lucro y alarmas desmesuradas. Basta con hacer algunas cuentas. De acuerdo con las estadísticas, en la Argentina hubo poco más de 1.200.000 casos notificados de influenza común o “enfermedad tipo influenza” en 2007. Si, tal cual asegura la bibliografía, muere un tres por ciento de los pacientes, habrían fallecido a causa de complicaciones 36.000 personas durante la época de frío: ¡6.000 por mes!
Claro que la gente muere por otras causas. En ese mismo año se reportaron 224.000 casos de neumonía, que tiene una mortalidad estimada de un 1,2 por ciento. Eso redondea una cifra probable de 2.700 víctimas fatales, o casi 250 por mes. ¿Cómo la prensa lo pudo pasar por alto? ¿Por qué estamos ahora tan asustados?
Las medidas drásticas, como el cierre de locales comerciales o la implementación de “feriados sanitarios”, ya no tienen demasiado sentido. La oportunidad para contener la epidemia se perdió cuando, por la imprevisión y la falta de medidas oportunas de las autoridades, los pacientes afectados pasaron de ser pocas decenas a cientos o miles. O cuando no se profundizó la campaña de vacunación antigripal en los grupos vulnerables, para discriminar los casos. Hoy, el virus de la influenza H1N1 circula entre nosotros con la impunidad con que todos los inviernos lo hace el de la gripe común (este lunes, el ministro de Salud Juan Manzur dijo que el 90 por ciento del virus de la gripe que circula es del tipo que produce la gripe A). Además, por cada enfermo que detectamos, hay diez sin síntomas o que no llegan al médico. Y sus efectos sobre la salud no son muy distintos. Es más: es posible que la rápida diseminación del nuevo virus de la gripe A se asocie al hecho de que produce síntomas más débiles y los infectados, al no recluirse, tienen mayores oportunidades de propagar el contagio entre sus contactos.
¿Cómo se entiende, entonces, que haya personas jóvenes y sanas que mueran por gripe A? Una interpretación posible es que las personas que nacieron antes de 1957 han estado expuestos a otras variantes del virus influenza H1N1, que circuló desde 1918, y por eso tienen una memoria inmunológica que los protege de la actual cepa. En cambio, los más jóvenes no cuentan con esas defensas. Siete de cada diez infectados con gripe A tienen menos de 40 años.
Otra explicación es que, en realidad, la gripe estacional común también mata todos los años a personas sin aparentes factores de riesgo. Su proporción del total de víctimas llega a un 10 por ciento. En términos absolutos, la cifra no está muy lejos de las muertes por gripe A. Nada que debiera preocupar en forma desmedida.
Pero la comunicación oficial fue confusa. Los casos “subieron” de la noche a la mañana de unos pocos miles a 100.000, según informó Manzur. Y ahora no es fácil disipar el pánico con estadísticas frías.
Nuestros servicios sanitarios están saturados. No sólo de gripe: en las guardias veo a pacientes con anginas, bronquiolitis, crisis de hipertensión, accidentes... También el rostro desencajado de una joven mamá de 16 años porque su hijo levanta fiebre. Y mientras la televisión muestra el partido de Vélez y Huracán ante hinchas apretujados, contemplo ciudades casi paralizadas, con personas que huyen y se alejan desconfiadas unas de otras, como en aquellos retratos medievales donde la peste aparecía golpeando las puertas de las casas. Personas que, si pueden, toman taxi para evitar compartir el colectivo. O que se amontonan en los supermercados, para comprar comida antes de que las autoridades (por si acaso) dispongan cerrarlos.
Hasta la propia Iglesia Católica dispensa a sus fieles de la misa. Los pacientes están aterrados por la enfermedad, y me pregunto hasta cuándo sus sistemas inmunológicos pueden soportar tanto estrés. Me contaron el caso de una familia cuyos cuatro miembros están aislados entre sí: los padres y los dos hijos se comunican por el celular, dentro de la misma casa. Digno de una película.
Voltaire decía que “los doctores son hombres que prescriben medicinas que conocen poco, y curan enfermedades que conocen menos, en seres humanos de los que no saben nada”. A mi padre, sí, lo conozco bien. Sufrió quemaduras pero está internado en casa, porque no hay camas disponibles en ningún hospital o clínica de la ciudad. Debería estar más tiempo a su lado. Pero soy médico de familia y epidemiólogo, y tengo que seguir atendiendo, porque la demanda está desbordada.
Muchos profesionales (me consta) trabajan sin el material adecuado, y como también ganan poco, van de una clínica a otra, transportando en sus ropas y fauces microorganismos para compartir.
Hay médicos y enfermeros que enferman y mueren porque están más expuestos a las infecciones, pero también porque trabajan mucho más que ocho horas. Y está probado que la sobrecarga laboral incrementa la vulnerabilidad a las enfermedades.
En ese contexto, no es extraño que las autoridades de salud adoptaran medidas de efectividad cuestionable, pero que satisfacen la demanda del público y los medios por acciones y respuestas más enérgicas, por alguien que se ponga al frente.
Una de las disposiciones que tomó esta semana el Consejo Federal de Salud fue considerar todo caso sospechoso de gripe como gripe A, y medicar con oseltamivir (Tamiflu) a todos los mayores de 15 años, dentro de las primeras 48 horas de la aparición de los síntomas. En una sociedad con pánico y que tiene una “relación pasional” con los fármacos, esto puede traer cierto alivio.
Pero se trata de un experimento sin antecedentes a escala mundial, un caso de medicalización extrema. El oseltamivir es una medicación con beneficios modestos: los trabajos científicos muestran que acorta un día la duración de los síntomas de gripe, así que disminuye en esa proporción la posibilidad de contagio a otros. Y está aprobado para tratar la gripe común, por lo que nadie conoce a ciencia cierta su eficacia frente al H1N1. Quizás lo ayude el llamado “efecto placebo”: una edición reciente del Journal of the American Medical Association demostró que los pacientes perciben mayor acción terapéutica de los placebos o fármacos sin ingredientes activos cuanto más caros sean, o más difícil resulte acceder a ellos.
Y el Tamiflu no es barato. En las farmacias, según el precio de lista, cuesta $ 135 el tratamiento de cinco días, aunque el Estado lo compra a $ 89. Y, además, tiene efectos adversos serios, como toxicidad digestiva, erupciones cutáneas y cambios de comportamiento, según documentaron médicos japoneses en 2006 (en ese año, Japón consumió el 75 por ciento de todas las pastillas de Tamiflu producidas en el mundo, así que experiencia no le falta). En las mujeres embarazadas, en particular, produce malformaciones de los bebés en un 1 por ciento de los casos. El riesgo es bajo a nivel individual, pero ¿qué pasa cuando se administra en forma masiva a toda la población? El escenario es desconocido. Si el experimento sale bien, el laboratorio productor multiplicará sus ganancias en el mundo. Pero ¿si sale mal? ¿quién va a pagar la tragedia si encontramos resultados como la talidomida a principios de la década de la década del ‘60, o los muertos por un fabuloso analgésico rofecoxib, retirado del mercado en 2004, luego de matar a miles de personas? Poco o nada se dice que la muerte por medicamentos es la tercera causa de fallecimientos en EE. UU., y que produce un 6 por ciento de las internaciones en Canadá y España.
No se trata de minimizar el impacto de la epidemia, sino de ponerlo en su justa dimensión. Los modelos sugieren que el pico de la infección en la región metropolitana se va a producir entre el próximo fin de semana y dentro de una semana, que luego la enfermedad va a entrar en una meseta de dos semanas y después van a empezar a declinar los casos. Habrá nuevas oleadas en los próximos años, y finalmente el virus H1N1 terminará conviviendo “naturalmente” con el de la gripe estacional Para la gran mayoría de la población, habrá sido una molestia pasajera y sin secuelas. Y el pánico será un recuerdo de la desmesura.
Roa es médico y magíster en epidemiología
(Harvard School of Public Health).
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